sábado, 11 de octubre de 2014

DEMONIOS FAMILIARES: "LOS HIJOS DEL MIEDO"



Son las 14h de un sábado de octubre. Me encuentro acompañando a un familiar en un centro hospitalario público de la Región de Murcia. Presenta un cuadro vírico incontrolable con diarrea y violentos vómitos (menos mal que no es el ébola tan en boca de todos), y los síntomas no remiten tras recibir medicación vía oral para la sintomatología (no hay nada para los virus sólo para paliar los síntomas que provocan). Esta persona está deshidratándose por momentos, ya lleva 4 días así, sin cesar, así que tras una larga lucha con enfermeros coordinadores y otros, procedo a poner una reclamación en atención al paciente para que procedan a su ingreso, que en opinión de los facultativos, no procede: mejor se va a casa con un suero oral tomado a cucharaditas y mañana será otro día, sin olvidar que ya es la segunda vez que acudimos por lo mismo sin proceder a su ingreso.
Finalmente la reclamación da sus frutos, y este paciente es ingresado.
Subimos a planta, y nos encontramos con una estampa grotesca: un niño famélico, y de aspecto demacrado yace acostado en la cama contigua. Su madre, una treinteañera, desesperada, no para de llorar. Tiene mal aspecto, parece no haber dormido durante bastante tiempo y se nota que su sufrimiento le está pasando factura a juzgar por la delgadez que presenta también al igual que su hijo.
El niño, a pesar de su aspecto no parece realmente enfermo, sólo la delgadez y un rigor amarillento en la tez denotan que algo no va bien, a pesar de que no lleva goteros y los enfermeros le suben la comida a la carta. El chaval se levanta y empieza a deambular por los pasillos de un lado a otro con aspecto distraido, pero hay algo que le vuelve a delatar: parece arrastrar una gran tristeza tras de sí, como si de una pesada carga se tratara, invisible que nadie más parece ver.
Los médicos de psicología se alían con los psiquiatras para ver si con medicación y "largas charlas" sacan al chaval del infierno donde está metido. La madre habla incluso de que su hijo puede estar poseído por algún ente maligno que haya tomado el control de su cuerpo y de su mente.
Me tomo a coña esta afirmación, cuando empiezo a tomar conciencia de lo que está ocurriendo: una legión de enfermeros se abre paso escoltando la bandeja de la comida como si llegaran a un ruedo "imaginario", rodeando al muchacho, y comienzan a animarlo con energía y vítores entre todos, con afirmaciones como "!venga tú puedes¡, !ánimo¡, ¡No lo pienses!, y así la cosa se va animando...
Cada vez me encuentro más intrigada por lo que estoy a punto de presenciar, reconozco que estoy en ascuas. El chaval toma un trago de la bebida y tras un largo rato aguantándolo en la boca decide tragarse el contenido. No quiere tomar nada sólido, sólo líquidos y a veces ni eso: la saliva de su boca le provoca repulsión y no quiere tragarla, por eso cada dos por tres va al aseo a escupirla. No es anoréxico puesto que no devuelve la comida que ha ingerido, pero presenta un trastorno alimenticio "moderno" que causa verdaderos quebraderos de cabeza a los médicos que le atienden, a él mismo y a sus sufrientes familiares.
Pasan los días, y tras largos e interminables días de lucha (en el hospital los días son eternos, el tiempo parece no existir entre sus paredes), los médicos, tras reunirse, deciden sondarlo para suministrarle algunos medicamentos (ansiolíticos, antidepresivos, etc) que se niega a tomar por via oral y de paso asustarle sobre lo que puede venirle encima en caso de seguir con esa actitud. Su estado mejora y empeora por momentos. Agonía a fuego lento.
Yo creo que si el infierno es un "estado" del alma esto sería lo más parecido, tanto para él como los que le rodean. Es un infierno compartido. Una lucha sin tregua, y un niño que parece no querer salir de allí.
Su familia está deseperada, ya no saben que hacer ni a quien pedir ayuda. Me instan a que hable con el chico a ver si él accede a contarme qué le ha llevado a ésto. Me pregunto porque nadie lo toca ni lo abraza, dónde ha quedado el contacto y el calor humano, en un lugar tan frío y aséptico como es un hospital.
Nadie le toca más allá de ponerle la pastilla en la mano para su supuesta dolencia mental o psicosomática. Es como si los demás tuvieran miedo de contagiarse de su dolencia mental. Para mí esto es un verdadero disparate, algo impensable, pero aquí todo está medido y controlado y no hay espacio ni tiempo para "los actos humanos".
Así que decido acercarme a él y estrecharle la mano mientras me siento a su lado. Le digo que cierre los ojos y que me diga lo que siente. Voy a intentar intercambiarnos la energía. Quiero saber que siente. Tengo mucha curiosidad, aunque un poco de miedo, nunca había hecho antes esto, pero me apetecía mucho experimentarlo. Soy bastante empática y enseguida me meto en la piel de los demás.
Empieza a sonreir lentamente y me dice que siente alegría y risa (mi energía es así, de fábrica) mientras yo comienzo a sentir un vacío increible, estoy en un abismo, y siento una gran tristeza y otros sentimientos que empiezan a agolparse unos tras otros: decepción, rabia, odio...
Es como si fuera una olla a presión de sentimientos a punto de explotar.
Las lágrimas recorren mis mejillas y decido soltarle la mano. Ojalá pudiera ayudarle pero por lo menos durante unos instantes ha sentido paz y tal vez alegría y ha sonreido, tal vez en mucho tiempo.
Por un momento he sentido que este muchacho saldrá de ésta y pasado cierto tiempo recordará esto como una mera anécdota. No debemos de dejar de ser optimistas y pensar en que estamos en un lugar de paso, y que su recuperación llegará pronto y podrá regresar a casa con los suyos, dejando atrás aquellos problemas que lo tuvieron postrado tanto tiempo, y así me consta, tras darle el alta a mi familiar, aquel muchacho desangelado, empezó a recuperarse velozmente, y cuando ya me marchaba me dijo unas palabras que aún resuenan en mi cabeza: "te acuerdas de lo que me dijiste? sé que ese día que me has descrito está cerca y con seguridad pronto me iré a mi casa", que Dios te oiga, le respondí, mientras me marchaba de aquel lugar, con la certeza más profunda, de que en aquel hospital pronto quedaría una cama vacía y un alma liberada que volaba libre rumbo a su felicidad.


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